Artículo publicado en Apuntes de Clase (La Marea) el 2 de abril de 2020.
El jueves 12 de marzo me despidieron del trabajo. Dos días antes de que el Gobierno decretara el estado de alarma para frenar las consecuencias del coronavirus. Ya llevábamos unos días lavándonos mucho las manos, dando menos besos y escuchando con atención las noticias que nos llegaban desde Italia. Yo, que había decidido dejar un poco de lado el periodismo (que tan difícil me lo pone siempre para encontrar un poco de estabilidad), no sabía si temporalmente, llevaba menos de un mes trabajando en el sector turístico. Claro, con un contrato por obra y servicio, con el mes de prueba sin terminar, viendo el panorama que asomaba y que ya se notaba una bajada en la actividad de la empresa, no tuvieron que pensarlo mucho y me echaron. Una faena, la verdad.
Entonces, empezó el confinamiento, los aplausos a las ocho, los directos de Instagram y esa extraña necesidad impuesta de no parar, no parar, no parar. De hacer cosas productivas; aprovechar para, adelantar esto, ponerse con aquello. Personalmente, entré en esa espiral en la que ya he entrado más veces de tenerme que inventar algo con lo que poder decir(me) que estoy haciendo algo, que estoy solucionando el hecho de haberme quedado sin trabajo y que seguro que de todo esto sale algo maravilloso que me sacará de la precariedad. Como si existiera la magia o yo tuviera algún tipo de superpoder. Pero no he sido la única. Ni la culpa es del todo mía.
De pronto, un confinamiento impuesto por el Gobierno como medida para combatir una crisis sanitaria internacional se convierte en un tiempo que tiene que estar bien aprovechado. No ya para quienes siguen trabajando desde casa; también para los que, como yo, nos quedamos sin trabajo, o para los que han sido víctimas de un ERTE. O sea, mientras nos enfrentamos a un montón de incertidumbre, un tanto de miedo, muchas dudas y preocupación por nosotros y los nuestros, teniendo que rellenar un “Formulario para la inscripción exprés” de la demanda de empleo, cuyos tiempos y efectividad desconocemos y no sabemos cuándo ni cuánto vamos a volver a ingresar en nuestra cuenta bancaria, en medio de todo eso, todo lo que leemos, vemos y oímos es que somos héroes. Y como tales nos debemos comportar.
Nos dicen los medios y la clase política que tenemos que seguir, tirar para adelante, ganar esta batalla. Y no falta el gurú que nos recuerda que un momento como éste no hay que verlo como una crisis, sino como una oportunidad. Para aprender recetas nuevas, ponernos en forma, leer muchos libros -todos los libros que tenías pendientes, en concreto-, escribir una novela, actualizar el perfil de Linkedin hasta que seas un ser humano perfectamente contratable, útil para el mercado, crear un porfolio vistoso e imposible de pasar por alto, aprender un idioma. No podemos dejar de pensar en producir porque somos héroes y esta batalla la vamos a ganar y cuando ganemos no nos pueden haber quedado ganas de nada que no sea trabajar por este país al que, gracias a nuestra heroicidad, hemos salvado. Da igual que tengas a tu madre en una residencia de ancianos a la que no sabes cuándo vas a poder visitar, no tengas para pagar el alquiler o no sepas cuándo vas a volver a trabajar. Te quedas en tu casa, pero te quedas siendo valiente y con ganas, sobre todo con muchas ganas. Como dice la escritora Barbara Ehrenreich en Sonríe o muere: La trampa del pensamiento positivo (Turner Noema, 2011): “Si alguien es infeliz tiene casi que disculparse.”
A mí me gustaría, en este momento de desconocimiento absoluto sobre el futuro y la ansiedad que eso puede generar, recibir mensajes menos relacionados con la actividad y más con ser humanos. Menos “aprovecha y dale caña a ese proyecto” y más: “Mira, descansa, ponte a ver Lost por tercera vez, llora antes de dormir y ten en cuenta que mañana será igual y que no pasa nada.” Y quedarme tranquila, cuidar a los míos como pueda, dejarme cuidar y que nada de eso suponga ser menos válida. Menos heroína.
En realidad, el poder económico (en forma de tu jefe, el dueño de una macroempresa o una taza de desayuno con colores pastel) siempre nos manda este mismo mensaje. El de que si quieres puede, adelante, si te esfuerzas llegarás, una crisis es una oportunidad. Ahora, con el componente añadido de la lucha contra un enemigo concreto: el virus. Pero antes y después del COVID19, el enemigo eras y seguirás siendo tú mismo. Cuando pasa una oportunidad y no la aprovechas, porque estabas cansado ese día y, además, tenías jaqueca. Si no sacas algo con vistas a futuro del mes (o más) de cuarentena, es que algo estás haciendo mal. No normal, no. Mal. Porque, acuérdate, somos héroes, y los héroes no se han quedado en casa viendo Netflix cuatro horas seguidas, teniendo insomnio, ni ansiedad, video llamando a sus amigas, comiendo diez veces al día. Los héroes hacen cosas.
Por supuesto, hay varios niveles de héroes. En el nivel más alto están ahora los médicos, enfermeras y otro personal de centros sanitarios, las cajeras, las estanqueras, las limpiadoras y los repartidores. Les aplaudimos cada día desde nuestras ventanas, les celebramos, les agradecemos y les recordamos que son HÉROES. Y es tan grande la heroicidad suya que no nos deja ver la precariedad, las malas condiciones laborales en que trabajan y los sueldos de mierda que tienen y seguirán teniendo, muy probablemente, cuando todo esto acabe.
Esto no es una batalla. Esto es una crisis sanitaria que pasará, más tarde o más temprano, pero que está teniendo consecuencias feas y nos asusta. Y parece que por eso necesitamos hablar de ella y de nuestro papel en todo el asunto con grandiosidad, y referirnos al honor y la valentía. Porque pertenecemos al primer mundo y si algo así está sucediéndonos, con lo importantes que somos, será porque es algún tipo de misión que nos ha sido dada. Y venceremos.