Estoy sentada en las escaleras de hormigón de la entrada a un motel de carretera en Malibú. Es de noche y fumo un cigarro detrás de otro mientras chateo en mi teléfono con alguien con quien juego a que nos importamos desde hace cuatro meses. Frente a mí, el Pacífico; entre él y yo, la Pacific Coast Highway. Huele a mar, claro, el ambiente está húmedo y algo frío. Hay niebla. Llevo puesta una sudadera negra del Cambie Bar de Vancouver y el pelo en un moño áspero. Tengo las puntas quemadas porque no me cuido el pelo, no voy a la peluquería desde 2011 y he usado un tinte de la tienda de todo a un dólar cincuenta.
Me imagino que los coches que pasan por aquí están, como nosotras, de road trip californiano. También me imagino que las personas que han decidido venir a vivir venían huyendo. Aquí no hay nada. Un Mc Donald’s, un restaurante de pollo frito, un supermercado, una gasolinera y, eso sí, mucho mar; muy cerca. Pienso que los que están aquí se dedican a vender trajes de neopreno y tablas de surf por el día y por la tarde surfean y fuman hierba.
Por la mañana conduciremos camino a San Diego y sonarán The Proclaimers y su I’m gonna be porque este cliché de viaje estadounidense se completa con otros tantos, como debe ser. Antes, pararemos a almorzar en la playa de Point Dume un poco de comida al peso que hemos comprado en un mercado: pollo a la naranja, arroz y brócoli. En realidad, la postal idílica de sentarnos a comer sobre la arena de una playa californiana, al sol, se nos emborrona porque hace frío, está nublado y el viento nos levanta las faldas. Además, las gaviotas están demasiado cerca.
Después de haber comido tacos en Old Town, dormido en un colchón de hotel que se hunde, abusado -otra vez- del café solo, vuelto a buscar la estrella de The Beatles en el paseo de la fama de Hollywood, bebido un margarita gigante de veinte dólares en Santa Mónica -que vomitaría a las siete de la mañana del día siguiente-, fumado mucho aún con resaca y calor, tomado el sol en Venice, follado por última vez en la West Coast, estado a punto de que nos multe una guardia de tráfico en Santa Bárbara, fantaseado con ser barista con aspiraciones artísticas en Los Ángeles; sólo un poco después de todo eso, un taxi me lleva de vuelta a Carabanchel mientras caigo en la cuenta de que acabo de llegar y ya sé que nadie ha entendido nada y de que ya es tarde para que lo hagan.