El día que murió Dolores O’Riordan

El día que murió Dolores O’Riordan yo leía a Lucia Berlin en la sala de estar de un hostel en Los Ángeles mientras otra chica ojeaba una biblia sentada en el sofá contiguo. Un hombre me llamó desde el arco de la puerta y me pidió que saliera al pasillo un momento. Quería decirme que vivía allí, que trabajaba en no recuerdo qué y que, si estaba de visita, le gustaría enseñarme la ciudad, que saliéramos juntos. Creo que se llamaba Vincent.

Hay gente que vive en hostels porque no se puede pagar un alquiler en algunas ciudades de Estados Unidos y cena noodles instantáneos comprados en la tienda de todo a 0,99$. También hay gente que vive en esos hostels a cambio de trabajar en la recepción o en las tareas de limpieza. El chico filipino que me atendió aquel enero era una de esas personas.

No acepté la invitación de Vincent y se marchó cabizbajo por las escaleras, arrastrando sus zapatillas de andar por casa y su pijama azul, camino a su habitación compartida.

El día que murió Dolores O’Riordan había salido a fumar al porche del hostel en Los Ángeles en el que planeaba estar cuatro noches más. Un chico estadounidense de veintipocos años, la piel muy blanca, la cara de alumno de instituto de película americana de los noventa, el pelo rizado y los ojos claros se sentó a mi lado y me preguntó de dónde era y qué hacía allí. Le conté que era española, que vivía en Vancouver y que estaba de vacaciones unos días en Los Ángeles. Él había vivido en Europa, en Italia, y ahora estaba de vuelta en su ciudad viviendo en un hostel porque prefería no volver a la casa familiar. Se liaba un porro que quiso que compartiéramos y sobre el que me advirtió: “Es sólo hierba; aquí no lo mezclamos con tabaco como hacéis en España e Italia.” Yo había pasado el día entre Venice Beach y Santa Mónica paseando bajo el sol extremadamente relajada, en un paisaje al que he vuelto en momentos de angustia; estrés y malas noticias. Él, me contaba, también había pasado el día por allí, patinando en Venice. Me imagino a todos los chicos que patinan en Venice con la piel muy blanca, la cara de alumno de instituto de película americana de los noventa, el pelo rizado y los ojos claros.

El chico estadounidense de rizos había quedado con unos amigos para ir a tomar una copa y me invitaba a acompañarle pero yo quería volver a la sala de estar, a seguir leyendo, a estar tranquila y pensar en que acababa de empezar el 2018, en cómo sería. Así que, cuando terminó de fumar, se marchó diciendo: Enjoy being stoned. Fue la primera vez que la marihuana me provocaba espasmos musculares y miedo a mi propio estado mental. Puse una canción de The Cranberries en el móvil y la escuché cerrando los ojos y oliendo a California.

El día que murió Dolores O’Riordan yo estaba en la habitación de la casa azul convertida en hostel en la que me hospedaría sólo dos noches de las cuatro que aún me quedaban en la ciudad. Me había olvidado ya de leer y pensar e imaginaba cuánto me costaría la factura de un hospital de Los Ángeles por ingreso debido a fumada extrema mientras comía cacahuetes, un plátano y galletas de manera compulsiva, sentada sobre la cama de arriba de la litera que me correspondía. Dos chicas polacas que llevaban días viajando por Estados Unidos y comprando cosas como una taladradora y mucha ropa hablaban muy alto sobre sus planes para esa noche y se maquillaban y peinaban mucho más de lo que yo me he peinado y maquillado, en suma, jamás. Una tercera chica estaba sentada en el suelo de la habitación y no paraba de hablar y comer algo que olía muy fuerte. Contaba -a quién fuera que estuviera escuchando- que tenía una relación amorosa con un hombre mayor que ella que estaba casado con otra mujer. Eran alrededor de las nueve de la noche y yo sólo quería cerrar los ojos, dormir, dejar de tener espasmos, despertar al día siguiente y viajar en la línea roja de Metro.

El día que murió Dolores O’Riordan me acordé de un concierto en el Palacio Vistalegre de The Cranberries que había sucedido hacía cinco años y que podía escuchar desde mi habitación mientras pensaba en asuntos que no recuerdo con certeza pero que imagino que tendrían que ver con qué quería ser de mayor.

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– You know I’m such a fool for you – 

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