Veníamos de San José, que, de momento, había sido la única ciudad amable con nosotras y nuestras ganas de que nos diera el sol. Temíamos perder los cielos despejados cuanto más nos acercásemos a la costa pero, aunque con una pequeña bajada de temperaturas, tuvimos suerte: Santa Cruz nos recibió despejado y repleto de turistas en busca de lo mismo que nosotras: paseos bajo el sol junto al parque de atracciones.
Como en todas las ciudades estadounidenses visitadas hasta ahora, el aparcamiento al lado del Santa Cruz Beach Broadwalk tampoco es gratis. Así que nos acercamos a la oficina de atención al visitante a pedir cambio en monedas de 0’25$ y echamos las suficientes para poder quedarnos por allí durante un par de horas. Sabemos que hemos acertado con la localización elegida para nuestra visita de aquel día en cuanto miramos hacia arriba y vemos una montaña rusa coronar el paisaje que se sitúa entre el aparcamiento y la playa. No tiene nada que ver esta sensación con el antojo por las atracciones, el algodón de azúcar o el sentimiento de volver a la infancia; el placer que te da ver ese festival de sonidos de feria, olor a mar, grititos infantiles y puro artificio sólo está relacionado con haber consumido audiovisual. Igual que cuando visité Coney Island, siento que me he metido en la televisión. Y eso me da un gusto indescriptible que vuelve cada vez que me permito recrearme en un recuerdo de estos viajes. Gracias, Hollywood.
Me acuerdo de otros parques de atracciones visitados, de Coney Island pero también de Santa Mónica, de la última del deplorable Woody Allen, Wonder Wheel (2017), y de muchas otras películas y series en las que puede que un padre arregle los conflictos con su hijo volviendo a comer un helado de chocolate junto a la noria del parque de atracciones al que solían ir hace cinco años, cuando su mujer aún no había muerto en un trágico accidente. Me imagino a mí misma teniendo diecisiete años y un grupo de amigos surferos con los que voy a la playa en el mes de enero a pasar la tarde después de clase y viéndome envuelta en un triángulo amoroso entre yo misma, Ben (que es el segundo más guapo del grupo porque no es rubio, es moreno, pero sí es mejor persona) y Lisa, mi mejor amiga, con la que terminaré decidiendo que nuestra amistad está por encima de cualquier aventura afectivo sexual, después de varios días sin hablarnos.
Tras un pequeño paseo, fantasía y unas fotos, nos da hambre. Las opciones en esta pasarela junto a la playa y las montañas rusas de colores son infinitas. Hay perritos calientes, pero también hay salchichas rebozadas en harina de maíz que se llaman corn dogs, hay pizzas, hamburguesas, patatas fritas, otras cosas fritas, comida china, manzanas caramelizadas y pretzels, que en realidad se llaman bretzels. Al final opto por uno de éstos acompañado de una tarrinita de queso fundido para mojar. Que ni es queso ni se le parece pero su sabor artificial me da el resultado justo que necesito.
Me da pena que se acabe nuestro tiempo en Santa Cruz pero es cierto que ya hemos hecho aquí todo lo que podíamos y debíamos considerando que tenemos que llegar a San Diego y parar por el camino en unas cuantas playas más. Así que abandonamos aquella irrealidad californiana satisfechas y dejando algunos minutos de aparcamiento sin consumir.
También pensando en con qué fantaseará la gente que ha pasado sus últimas vacaciones en Tailandia.