Recuerdo que, hace unos diez años, discutía con el que entonces era el marido de mi tía sobre el papel de las mujeres en las familias, la esclavitud de tener que hacerle todo a todo el mundo en la casa y esas cosillas, ya sabéis. Su argumento en contra de que las mujeres tengan que salir a la calle a trabajar era el de las cuevas. Sí, ése según el cual si en las cuevas eran los hombres los que salían a cazar y las mujeres las que se quedaban en casa cuidando de las criaturas, por qué demonios nos estamos poniendo tan pesadas con eso de querer tener los mismos derechos laborales que los hombres o con no estar satisfechas con las tareas del hogar y los cuidados como únicas metas u ocupaciones en nuestras vidas.
Recuerdo aquella como una de las primeras conversaciones a modo de riña sobre desigualdad que he tenido en mi vida. Aunque, en ese momento, no me hacía yo a la idea de cuántos señores más me iban a venir con el mismo discurso o con uno parecido.
Aquel calor en el pecho, aquella furia en el estómago y aquellas ganas de que le quiten el carné de persona humana a quienes me vienen con tales mierdas argumentativas son exactamente las mismas hoy que aquel día. Son las que te revuelven el estómago por querer hacerle ver a la persona que tienes enfrente lo equivocado que está y tenerlo que hacer sin perder los nervios, con todo muy bien expuesto y explicado para que quede claro que sabes de lo que hablas. Un fuego que te está queriendo salir por la boca pero que tú te molestas en disimular.
Y es que parece que las que nos declaramos feministas o llamamos la atención de los que nos rodean cuando vemos desigualdad debamos cierto conocimiento a ciertos hombres. Como si que a mi me traten diferente en el trabajo por ser mujer, me cuestionen que no quiera ser madre o me exijan estar depilada para alcanzar el estatus de persona sean cosas que sólo me pueden molestar si tengo un doctorado en feminismo. Como si de verdad les interesara lo más mínimo ahondar en las raíces de la desigualdad si les hablara de ellas, aprender de la historia del feminismo o luchar de nuestro lado para cambiar la sociedad.
Es fácil reconocer a este tipo de seres. Son los que te hablan de denuncias falsas, de discriminación positiva, de su amiga feminista que no estaría de acuerdo contigo, de estudios de la Universidad de Harvard, de que la víctima de la manada no parecía quejarse y, claro, de las cuevas.
Estos señores no quieren discutir (mucho menos aprender); quieren que te calles porque molestas. Y tú, como eres una mujer que lleva practicando cómo ser correcta y el arte de la inseguridad desde que te lo inculcaron de pequeña cuando te dijeron que enseñar las bragas está mal a la vez que te ponían una falda para salir a jugar al patio de recreo, vas a preferir callarte; porque, encima, no llevas la lección aprendida.
Pues no. Porque el feminismo no pertenece ni a esos que te piden explicaciones ni a un grupo de mujeres altamente preparadas; no es una asignatura de máster y no tenemos por qué lanzar una profunda reflexión, ni dar una masterclass cada vez que nos topemos con uno de estos personajes.
Así que si tu colega de siempre te está diciendo que los piropos no tienen nada de malo, mándale a la mierda. Si tu novio te insiste para follar, mándale a la mierda. Si tu amigo te ha dicho por quinta vez que «tú muy feminista pero bien que te gusta no pagar para entrar en una discoteca», mándale a la mierda. Si tu primo se está mofando del lenguaje inclusivo, mándale a la mierda. Si tu cuñado ha dicho que algo de culpa tenía una mujer maltratada por no denunciar, mándale a la mierda. Si Arturo Pérez-Reverte ha puesto un tuit, mándale a la mierda.
Y estarás haciendo feminismo.
I’m a feminist so I believe in inhabiting contradictions. I believe in making contradictions productive, not in having to choose one side or the other side. As opposed to choosing either or, choosing both. – Angela Davis-