Lo único que recuerdo que no sea mentira de Olympia es que era octubre.
Creo que paramos a tomar un café en una cafetería acogedora, grande, con mucha luz y un bote de chocolatinas de varios tipos que podías comprar por 0’50$ la unidad.También creo que al lado de esa cafetería había un restaurante italiano con un cartel anunciando algunos de los platos del menú sobre la imagen de una mujer con traje de flamenca. Las famosas pizzas españolas.
Estábamos cansadas. No más que antes ni menos que después; simplemente el cansadas normal de un viaje en carretera de cuatro días al que le queríamos sacar todo el jugo posible. Habíamos alquilado un coche guapísimo como para no pedirle que nos llevara a muchos sitios; que nos pusiera alerta sobre ésa o aquella calle parecida a una que ya habíamos visto o aquel parque en el que sentarse al sol a bebernos un café para llevar.
Olympia, que mereció nuestra visita gracias a su estatus de capital del estado de Washington, se nos presentaba soleada y bastante verde. Más verde del que se te viene a la mente cuando piensas en la costa oeste de Estados Unidos. Pero es que aquí, al norte, las playas y las palmeras son lo de menos. No sé que será lo de más pero por el rumbo que tomó nuestro viaje, puede que las cúpulas de los edificios institucionales en los que siempre parábamos a echarnos unas cuantas fotos. En concreto, en Olympia, diría que demasiadas. Pero es que el césped era tan verde y el cielo tan azul y teníamos tan poco tiempo para planificar nada demasiado relevante si queríamos seguir pinchando chinchetas en nuestros mapas, que tirarnos ahí mismo a hacer fotos nos parecía un planazo.
Veníamos de dormir con un poco de miedo en un hotel de carretera en Everett, cenar barato en la misma ciudad, en un Wendy’s, visitar la musicada Seattle, beber muchísimos cafés y comentar por el camino los atributos de nuestro fantástico coche de alquiler. Íbamos camino a Portland, donde comeríamos mucho peor de lo que nos habían contado y, sobre todo, íbamos camino a la decepción de saber que la Salem que visitaríamos después no es la de las brujas. Igual que la Liberty Bell a la entrada del Oregon State’s Capitol no es más que una réplica de la original. Cuántas falacias nos trajo la ciudad de Salem.
Pero nada de esto arrebató nuestra alegría viajera y nuestras ganas de pasear por una ciudad nueva, aunque sólo pusiera a nuestra disposición el capitolio y un centro comercial en cuyos servicios encontré una báscula sobre la que, por una moneda de 25 centavos, podías colocarte de pie y recordar que había llegado el momento de dejar de desayunar beicon.