Había estado escuchando a Miley Cyrus decir que the sky is more blue in Malibu desde hacía ya unos meses. Pero cuando nosotras llegamos, un día de finales de mayo, con un historial de cielos nublados que empezaba en San Francisco unos días atrás, seguíamos sin poder cambiar la rebequita de «por si refresca» por el bikini. Nuestro road trip pretendía ser una conquista en traje de baño de cuantas más playas del Pacífico, mejor, pero de momento sólo habíamos tenido calor en San José, una de las pocas zonas de interior del estado de California que visitaríamos.
Llegamos a Malibú hambrientas, deseosas de ver nuestra habitación de motel y con los ojos agrandados de observar tanto mar a nuestro paso. Sobre todo yo, que no dejé de ser copilota en todo el viaje debido a mis poco explotadas capacidades para la conducción. Malibú se nos presentaba -además de nublada- como una línea trazada a lo largo de unos pocos kilómetros de la autovía del Pacífico en la que encajas mejor si te gusta surfear. Y en uno de esos kilómetros se situaba el que sería nuestro lugar de descanso para la siguiente noche. Aparcamos nuestro coche alquilado y esperamos a que el recepcionista volviera de comprar su cena para hacer las gestiones pertinentes y la recogida de llaves.
Nuestra habitación era bastante decente: la cama parecía cómoda, había cafetera, el baño no tenía pinta de ser el de una celda de prisionero y nos habían dejado unas barritas de cereales sobre la mesita de noche. Pero eso no saciaría nuestro enorme apetito de viajantes así que nos pusimos en marcha hacia el restaurante de comida rápida más cercano (nuestro presupuesto no era tan enorme). Yo opté por un pollo frito bastante mejorable que compré en un local en el que sólo había una mesa ocupada. Por sus propios dueños, un hombre y una mujer de unos sesenta años, que, o fingían ser clientela para atraer algo de ídem, o simplemente no tenían ganas de estar de pie. Me atendieron la mujer y su notable acento británico. Me contaba que era de Londres y que hacía ya muchos años que ella y su marido vivían en California. Me los imagino huyendo de esos nubarrones que me tuvieron a la sombra durante un año largo de mi vida y pensando que, cuanto más lejos, más sol. No mucho más aquel día, desde luego. Tampoco el siguiente.
Además de las playas, que en el mapa para visitantes que el chico de la recepción nos había dado aparecían identificadas según su uso tuviera más que ver con surfear o con tirarse en la arena, en Malibú sólo hay otra cosa que ver: un templo. Colina arriba, a unos quince minutos en coche desde nuestro hotel, la población hindú de aquella parte de California ha construido un bonito recinto con un templo que nosotras visitamos descalzas (como indica el protocolo) y en manga corta porque, al subir, las nubes han desaparecido y el sol californiano nos cae sobre las cabezas con fuerza. Yo además lo visito con el estrés que siempre me produce el desconocimiento de las religiones y la sospecha de que pueda estar molestando o faltando al respeto a aquellos señores y señoras que se reúnen alrededor de un hombre que habla y reza -supongo que en hindi- durante lo que parece un ritual de ofrenda de frutas y dinero a la diosa Kali.
Cuando bajamos la colina, las nubes nos seguían esperando, así que nuestro día en Malibú no se parecería a ninguno de los de Miley Cyrus. Aunque sí paseamos por la playa, nos mojamos los pies, nos sentamos en la arena y fuimos testigos de que éste es uno de los lugares favoritos para venir a hacer surf. Pero a nuestros hombros no les quedó más remedio que permanecer escondidos mientras nosotras disfrutábamos de las vistas desde El Matador State Beach o desde la ventana del Malibu Farm Pier Cafe a la hora de desayunar, con un café y un sándwich de queso fundido al precio de una paella valenciana en Madrid.
Hay algo que supe que había olvidado hacer en Malibú en cuanto llegamos a San Diego y me asaltó el recuerdo de todas las casas que habíamos visto a nuestro paso por allí: buscar la de Grace and Frankie.
Volveré, supongo.